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A doce kilómetros de Utiel y en la falda meridional de la Sierra del Negrete, se encuentra la ermita del santuario de la Virgen del Remedio. Domina un bonito paraje al cual se llega tomando en Utiel la carretera que conduce a Tuejar y hay que desviarse en la Casa Medina y coger, remontando, la sierra que lleva a Villar de Tejas y a Villar de Olmos, y acaba en Requena.
    A 1.090 metros de altitud, se alza la ermita actual cuyas obras se terminaron en 1565, continuándose así con ampliaciones y variaciones hasta hoy día. Lo más bello de la estructura corresponde al siglo XVII y XVIII. Ante el prebistero, un espacio que pudiera considerarse como crucero sobre el que se eleva una cúpula.

Y os preguntareis, y ésto, ¿qué tiene que ver con Argés? Pues la respuesta viene a continuación. Dentro de la ermita, en la parte derecha, está la  cripta donde yace el cuerpo, en un sarcófago, del primer ermitaño, Juan de Argés, quien fue quien trajo a la Virgen hasta aquí.

    Así es. Cuenta la leyenda o la tradición de esa región valenciana que Juan de Argés, de nuestro Argés de toda la vida, el del Valle de Manzanedo, llevó esa Virgen hasta ese paraje. Os dejo la historia que cuenta la leyenda extraída del libro "Mitos y hechos legendarios" de 1997, y escrito por Fernanda Zabala, una escritora valenciana. Me pareció curioso y que tal vez debiera ser conocida por todos los del Valle de Manzanedo. Incluso, en la zona de Utiel,  hay unas bodegas llamadas Vera de Estenas que tienen un brut espumoso reserva llamado Juan de Argés.

Leyenda de JUAN DE ARGÉS

    Don Fadrique se mesaba los cabellos -una lacia melenita gris de corte impecable- cada vez que su sobrina le refería un nuevo escándalo de aquél impío hijo suyo cuya temprana orfandad paterna era la causa principal de tanto desafuero. La joven viuda, débil y pusilánime, lo había criado en la abundancia de las riquezas y caprichos, contribuyendo, con semejante actitud, a que el muchacho fuese un tirano y ella su primera victima. El anciano deán, tutor y consejero espiritual del huérfano, abordaba la vejez sin haber logrado enderezar ese caos educativo que, con el tiempo, dio frutos nefastos, proporcionándole encima a él una amarga sensación de fracaso. Porque ni la lacrimosa Beatriz, culpable de muchos males de los que luego se lamentaba, ni el descarriado chico tenían arreglo ya.

Juan, sordo a la palabra del Evangelio, a las enseñanzas y lamentaciones del canónigo, a las tímidas súplicas maternas para que no provocase escándalos ni desmanes, era la vergüenza de los de Argés. Habitual practicante de los siete pecados capitales, trasgresor de todos los mandamientos de la Iglesia y de algunos relativos a la ley de Dios, el joven, recién cumplidos los 18 años, suplía su carencia de madurez con la descarada ostentación de un despotismo, lamentablemente famoso en la comarca burgalesa.

-¿De modo que te ha pegado?- preguntó don Fadrique tras un largo silencio, interrumpido por los sollozos de su sobrina.
- Un empujón tío, sólo fue un empujón, pero me duele más que cien latigazos. Nunca sospeché esta afrenta, nunca...
- Apuestas, borracheras, sexo, atropellos, libertinajes... -enumeró el deán-, el mozo se supera. No santifica las fiestas, no teme al Señor, ni siquiera honra a su madre. Dime Beatriz, ¿qué fechoría le queda por consumar a ese bribón?
- Tío, habladle de nuevo. Juan no osa replicaros, le inspiráis respeto.
- ¿Respeto? No, Beatriz. Miedo, nada más, a un viejo, corpulento aún, capaz de aplacar la arrogancia suya con un puñetazo certero. Es el único lenguaje que entienden los truhanes como él.
- ¡Pero sois sacerdote, tío! -apuntó la atribulada mujer, atónita, medrosa quizá de las febriles intenciones del canónigo.
- Sí, un sacerdote y también un hombre obligado a defender el honor y la integridad de la familia.
- Os lo ruego, dominad vuestra ira. Juan parece enajenado, poseído por algún demonio. Necesita ayuda, templanza espiritual, sabios consejos... Acaso fui yo quien lo defraudó.
- ¡Basta! -gritó el deán, harto de tanta majadería -. Vuelve a Argés y cuídate de él. Tengo quehaceres pendientes. Al término de la Pascua me reuniré con vosotros. Entonces hablaremos.

Cuando la vio salir de la estancia, cabizbaja y compungida, don Fadrique no supo si maldecir la necedad de su sobrina o compadecerse de ella. Optó por la calma y el recogimiento.

Debía ante todo recobrar el juicio, la lucidez y el equilibrio que, desde el púlpito, a otros exigía. Le quedaban dos largas semanas de reflexión y la esperanza de que el Espíritu Santo le inspirase un drástico plan que amansara de por vida al impenitente extraviado. Pero apenas transcurridos ocho días de aquella visita, la madrugada del lunes santo, una mala noticia lo alzó del lecho...

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